La Editorial 26/08/2020

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Desde hace medio año la pandemia del Covid-19 cambió, le dio un viraje a la vida en Chiapas. Modificó la realidad y nos mostró en nuestra rotunda y angustiante vulnerabilidad humana.

El microorganismo, el invisible e insaciable depredador se empotró en nuestros espacios cotidianos con su imperio de destrucción y muerte.

Este insólito, raro y letal virus nunca ha sido una ficción ni estratagema de nadie, como algunos aún lo piensan y creen. Es una aplastante y delirante certeza en cuya diminutez reside su gran poder destructivo.

En Chiapas, el nuevo coronavirus ha dejado 538 defunciones, 538 familias, con padres, hermanos e hijos devastados. El virus se extiende, hunde sus tentáculos, sus esporas, como la ciencia lo describe, en 111 de los 124 municipios, que representan el 89.5 por ciento del territorio estatal.

El virus no reconoce barreras para contagiarse en su festín de dolor y muerte. Le basta untarse en alguien para movilizarse a las montañas, la selva, el río, en el transporte público y establecer sus dominios en ciudades o comunidades.

El virus, de esférica figura, como extraña tarántula en reposo, agazapada, a punto de saltar para hundir sus  antenas mortales, está entre nosotros. Espera, aguarda momento y ocasión.

Durante 184 días ha estado así, cazándonos para enfermarnos y exterminarnos, según lo ordena su código genético, aunque la noticia alentadora es que el Covid-19 en Chiapas permanece con un índice bajo de positividad en la nueva normalidad, que nos permite mayores ejes de movilidad.

El virus está cercado también porque al final entendimos y asumimos que la única arma para enfrentarlo con eficacia es alejarnos, separarnos de él para lograr su auto destrucción.

De la madurez, de la responsabilidad y del respeto a la vida de cada quien dependerá que el nuevo coronavirus, ese extrañísimo micro organismo que se alimenta de la vida humana, se mantenga bajo cerco y a distancia cada vez más lejana de nosotros.

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